Etxeko
El (aún tímido) desembarco de Martín Berasategui en Madrid
Que Martín Berasategui es un crack y el más relevante de nuestros cocineros, es algo que muy pocos pueden discutir. Una vez que Ferrán Adrià está focalizado en esos proyectos que sólo el entiende completamente y que Joan Roca es uno y trino indivisible, Martín y sus 10 estrellas Michelin es nuestro faro más relevante. Sí, ya sé, algunos me hablarán de Dabiz Muñoz y su proyección mediática, incluso internacional, pero creo que aún Berasategui ostenta unos galones que le diferencian como “jefazo”. Este gato es muy fan, especialmente de la casa madre en Lasarte, donde todo funciona siempre como un reloj y en el que se combinan de manera magistral platos icónicos (¿qué me dicen del milhojas de foie, manzana y anguila?), copiados e incluso prostituidos hasta la extenuación, con sus creaciones de temporada y ligeros guiños a las modas imperantes, que Martín siempre incorpora con maestría y discreción, sin estridencia alguna.
Esa misma maestría la ha demostrado replicando y adaptando adecuadamente su propuesta en sus sucursales; MB en Tenerife, en el que hemos hecho muchas buenas cenas. Un buen sitio, algo frío, sí, pero al que pocas pegas se le pueden poner (salvo el precio, claro). Su propuesta en Garrote es impecable, dando una o varias vueltas de tuerca al concepto tradicional de sidrería. Hay más sucursales, sí (que no conozco) y me atrevo a decir que estamos antes el cocinero que mejor “franquicia” (o “replica y adapta” si lo prefieren) su propuesta.
Con estos mimbres y con la ubicación elegida para el debut en Madrid, en el “súper cool” hotel Bless en Madrid (y los Matutes saben algo de hacer hoteles de moda), las expectativas eran altísimas. ¿Y la realidad? Veamos.
Para acceder el comedor uno tiene que atravesar el lobby-bar-cafetería y la “no recepción”. Vamos, que no hay acceso directo independiente. No soy un experto en decoración, pero el aspecto de “brasserie” moderna que le ha dado el estudio Lázaro Violán (cómo no), es agradable y formalmente informal. Que las mesas sean un tanto bailonas e inestables no puede ser nunca objeto de preocupación para estos diseñadores tan famosos…
Carta básica, no muy amplia, con algunos clásicos (pues no, no está el milhojas) y creaciones ad hoc. Es agradable, aunque un tanto pobre el aperitivo cortesía de la casa en forma de torrezno y piparra (ésta última, oxidada) y es magnífica la focaccia casera. Nos gusta compartir platos, pero tengan en cuenta que aquí no emplatan individualmente las opciones compartidas, algo que sería de agradecer si tenemos en cuenta que no es un local especialmente barato. Bien el canelón de rabo de vaca con trufa, portobello y parmentier y muy bien un sencillo tataki de vaca vieja, siempre que se deje a un lado el helado de mostaza capar de arrasar el plato.
Canónico el salmonete con escamas comestibles y un fumet de los buenos y muy, muy floja una especie de terrina de pularda con sobrasada con pinta y sabor de recalentada. Y esto último es lo que menos nos gustó. No el tema de puntos, no, sino la sensación de que la carta se construye con muchos platos ya cocinados que simplemente se ensamblan. Seguro que esto se solucionará una vez terminado el rodaje. De postre, muy rica y golosa la torrija de brioche.
En un sitio así, la carta de vinos no defrauda, aunque sí sus precios, que invitan a pocas alegrías. Servicio amable, aunque debe estar mucho más atento al ritmo de cada mesa. Nada que no se pueda corregir fácilmente.
Por si no que ha quedado claro, aquí la conclusión. ¿Nos ha gustado? Sí. ¿Tanto como esperamos de una sucursal ambiciosa del gran Martín? Aún no. Dejemos pasar unas semanas, volvamos y veamos qué ha sucedido.