Pai Pai
Un restaurante “modernito” que no decepciona
Lo de los sitios “cuquis” es una plaga que parece extenderse más allá del epicentro de la calle Jorge Juan de Madrid. En ese caso, como los virus, al menos se tiene el foco controlado…pero una vez salgamos de la zona, la cosa se puede salir de madre a poco que no tengamos cuidado dejemos hacer la reserva a uno de esos amigos perseguidores de “gastroinfluencers” en las redes sociales.
Cuando me explicaban en qué consistía este local y al echar un vistazo a la carta, me temía lo peor. Craso error. El responsable del “chiringuito” es Fernando Ruiz, ex consultor informático que persiguiendo un cambio de vida decidió hacer el Cordon Bleu y adentrarse en el proceloso mundo de la restauración. Sin un bagaje de campanillas previo como “stager”, se arrimó a los Aparicio (ya saben, los de Cachivache, Raquetista y Salino), amigos y compañeros de colegio y practicó lo que pudo en sus cocinas (especialmente en La Raquetista) hasta dar a luz un local de planteamiento equivalente al de Cachivache, aunque quizás un escalón por debajo en cuanto a ambición y resultado.
Local enorme, con varias zonas que dan para albergar parejas, grupos numerosos (avisados están) o comensales individuales que resuelven una rápida comida de diario. Aquí hay espacio para todos, al menos a mediodía entre semana ya que como el propio Fernando nos decía, la cosa cambia y llena a reventar las noches de fin de semana.
Una vez abierta la carta, uno comprueba que medio mundo está contenido en ella. No pueden faltar los baos, los ceviches, los tartares o los makis, ya que uno se arriesga a una revuelta popular de los CDF (Comités de Defensa de la Fusión). Sin embargo, una carta que también alberga torreznos, patatas revolconas o rabo de vaca (ítem más; debe ser de los pocos que no da vaca por toro) da buen rollo e indica que aquí se cocina mucho más que en la media de este tipo de locales. Claro que hay atajos (esos baos, algunas salsas, trufa de bote…) pero el ensamblaje final es pintón y los platillos están, en general, ricos. Un maki historiado de langostino, aguacate y mayonesa japonesa es muy agradable, los baos de cochinita pibil son notables, unos nigiris de foie y (picadillo de) trufa se dejan comer. Solo pinchamos con uno de los platos más demandados; huevo a baja temperatura, parmentier y, de nuevo, picadillo de trufa. Insulso y vulgar. Para acabar, postres muy golosos como la torrija de brioche o el brownie historiado.
Si son medianamente exigentes con el vino, olvídense, confórmense con lo que hay (que no es mucho) o vuélvanse “cool” y pidan alguna cerveza artesana.
Lo mejor de todo viene al final, con la cuenta. Teniendo en cuenta que las raciones son, en general, generosas y que nada de lo que probamos fue un desastre, pagar entre 25 y 35€ nos reconforta y nos evita esa horrible sensación de estar subvencionado el nuevo deportivo del diseñador de moda. No les digo que se lancen en peregrinación masiva, pero si pasan por la zona, relajen su nivel de exigencia y pasen un buen rato.