BISTROMAN Atelier

Sale el sol en Madrid

Cuando uno va a un restaurante, fuera de que sea un compromiso al que acude invitado, normalmente lo elige con una motivación detrás. Los alambicados caminos de la mente no siempre responden a la sencilla lógica, sino que tienen sus vericuetos internos que nos llaman, de una u otra forma, a algo que busca satisfacción y disfrute. O memoria.

Sea por mono de un producto determinado (quién no se ha levantado un día con ganas de carne en forma de primitivo chuletón), porque empieza la temporada de algo (ya hay perrechicos, o becada, o aparecen los primeros erizos), porque busca la esencial ligereza (toca día de sashimi y sake), porque hay celebración y uno se quiere cuidar y darse un lujo (queremos mantelería de lino, copas buenas y cubertería de plata), o porque un amigo le ha recomendado algo, y la fuente es tan fiable que hay que probarlo mejor antes que después. Hay muchos porqués en la vida y todos responden a algo.

Hay personas que tienen  peso de por sí en esto del comer. Uno de ellos, a quien reconozco muchos valores y a quien quiero como amigo, es Higino Gómez, expendedor de pollos y otros bichos con alas, vuelen o no. Y le reconozco porque es quien más sabe de aves de culto y cultivadas, de aves extravagantes y sencillas, porque es quien te ayuda a que encuentres que no todos los pollos son pollos, ni todos los pollos son iguales. Porque te dirá como sacarles el mayor partido, en el riesgo y en la sencillez, que hacer con sus interiores y cómo obtener la mejor salsa para acompañarlos. Porque te sirve con el mismo interés una becada (cuando se podía) que unas alitas de pollo de corral, y porque despieza con la misma maestría y cariño un pato azulón que unos filetes de pechuga.

Pero Higinio, además, tiene un bagaje gastronómico detrás de mucho calado. Son muchos los platos que han pasado por esas papilas gustativas, porque le interesa, porque es una afición por la que paga gustoso, y porque, al igual que este gato, son muchísimos los jefes de cocina y propietarios de restaurantes los que le quieren de una manera especial y diferente.

Y cuando Higino te dice que vayas a un sitio, mejor ir más pronto que tarde.

El mensaje fue escueto. Vete a Bistroman, te va a gustar. Y fui.

Supongo que todos tenemos fijada esa delgada línea divisoria que un día atravesamos, sin querer y sin buscarlo, con ingenuidad, entre alimentarnos y comer. Hasta llegar a la línea, la comida era “me gusta” o “no me gusta”. El hecho de la mesa pasaba sin gloria o con mucha pena («niño, termínate las lentejas-es que no me gustan-termínatelas o te las pongo de cena hasta que se acaben»), «jo, mamá, no quiero verduras, no me gusta lo verde», y uno difícilmente disfrutaba. Se comía con protesta o sin ella, pero disfrutar, lo que se dice disfrutar, no. Si el tema era pasable, se terminaba pensando en volver a jugar lo antes posible, y si era insoportable (judías verdes, puaggg) se tardaba más en volver a jugar, con una negación espontanea al plato en si, o con un esfuerzo dialéctico para convencer a tu madre que aquello estaba mal y era una mala madre por obligarte a tomarlo y se lo tendrían en cuenta en la eternidad.

Un día atravesamos la línea, sin saber por qué, pausadamente, sin revoluciones, y el espectro de “lo tomable” se fue ampliando, la evolución fue constante, sin prisa, pero sin pausa. Las salidas evolucionaron del sándwich en California a las primeras tascas, los primeros restaurantes y el primer gran restaurante. Alimentarse se había convertido en comer y disfrutar comiendo. De repente, todo había cambiado y, al mirar atrás, sólo la perspectiva nos reafirmaba la diferencia. Son recuerdos de niñez.

Y llegó Francia. La Francia consciente, la Francia de mesa y carta leída con interés. Hasta entonces había sido una Francia que hablaba en otro idioma, que tenía muchos museos e iglesias que visitar, y que entre uno y otro había que pararse a comer con protesta o sin ella.

La gran cocina de aquí tenía una fuerte inspiración en ella, era lo que atraía, los grandes platos locales (un buen cordero, un cocido) carecían de aquella magia, el responsable de salsas era un puesto de peso en la gran restauración y los escasos productos que de allí llegaban se tomaban en esos restaurantes. El foie, la trufa, la pularda, el faisán….platos que eran centro de críticas y de críticos, encarnación viva de la verdadera gastronomía y reflejo de una sociedad pujante en sus salidas, y de una emergente clase media que demostraba su interés en una nueva afición y a descubrir lo desconocido. Pero, con el tiempo, esa cocina y esos platos se fueron apartando, olvidando, sustituidos por una pujante cocina local que aligeraba salsas, retorcía tratamientos, recortaba puntos, se acercaba a la temporada y al mercado, reducía cartas y descubría el menú degustación. Valga como resumen que El Bulli empezó su vocación de grande con cocina francesa y El Bulli mató a Francia.

Vete a Bistroman, te gustará. Y fui.

La sala es pausada, amable. Un aire de Bistró necesario en este nuestro Madrid, más aun tras la ausencia de La Bomba Bistró de nuestro querido Christophe Pais. El recibimiento cómodo. Ni es, ni quiere, ser un local estirado donde el neófito se sienta incómodo, pero te da pistas (la vajilla, la cubertería de plata, Riedel en la mesa) y en la carta vuelves a encontrarte con aquellos sabores de la infancia de aquellos viajes a Francia. Vuelves a disfrutar una cocina clásica, aligerada y retocada, que te devuelve a las calles de Paris o a la Provenza y sus hierbas y sus aves.

Stephan del Rio ha tenido un buen recorrido y plasma en el plato ideas claras del recetario galo, en el que se mueve con la soltura de Rafa Nadal jugando en tierra batida. No ahorra en mantequilla cuando hay que usarla, ni en nata cuando la receta la pide. Aquí se viene a una cocina de producto y de salsas, de fondos y platos con enjundia, y de clásicos trabajados con maestría. Los espárragos con holandesa de avellanas, la ostra con beurre blanc, puerros con morillas y trufa (cuando llegue la de invierno, otro gallo cantará), una bullabesa con la que se paran los relojes, de sopa  profunda y posada, bichos en su perfecto punto y de altura en la selección, ravioli de rabo de toro con una salsa portentosa y un pichón que aburría al verlo llegar (¿algún restaurante sin su pichón?) pero que al probarlo nos desencajó las mandíbulas. ¡Que punto y que sabor! Y la compañía de un croissant casero rellenos de sus menudillos redondea la jugada. Todo ello sólo ensombrecido por unos caracoles borgoñones (por el caracol, que no por la ejecución, enriquecida con hierbas provenzales).

Terminada la comida, nos habría gustado más riesgo en la oferta de quesos, que quedaban por debajo del resto de la oferta del lugar.

Unas fresas de Monjarama con nata y helado de fresa fueron el final que haríamos indudablemente alargado con algún otro plato salado. Estábamos contentos.

Riesgo en la oferta de vinos, riesgo que compartimos, nos gusta y aplaudimos. Una bodega que sólo recoge referencias del país vecino, bien estructurada, pero no barata. Una sumiller que ha pasado por Mirazur (que oportuno escribiendo hoy!) y por Kabuki con ideas claras y que permiten acompañar la comida sin salir del estadio. Tengan prudencia porque la oferta puede disparar la cuenta si no se contienen, o láncense, que la cocina lo merece.

Y la presencia detrás de todo de Miguel Ángel García Marinelli da peso y poso al total del conjunto.

Vayan a Bistroman. Les gustará.

BISTROMAN ATELIER
C/ Amnistía 10,
28013 Madrid
Tfno.- 91 447 27 13

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By | 2019-06-27T18:03:50+00:00 junio 27, 2019|